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A Eva no le gustaba mirarse al espejo, no porque no le agradara lo que veía, al contrario, pero al ver su reflejo se daba cuenta de que ella también pertenecía a ellos, a ese gran grupo llamado «humanidad», tan deteriorado, tan imperfecto, tan decepcionante, tan abusivo, tan hastiado, tan ruin, tan farsante, tan materialista y tan injusto, que rehusaba la sola idea de ser semejantes. Pero tampoco podía vivir sola, apartada del mundo, desconectada de esa inmensa energía que nos arrastra hacia delante. No le gustaban las personas, sentía hacia ellas una especie de temor irracional, pero las necesitaba para seguir involucrada en este juego ilusorio y fascinante llamado «vida». Guardiana de su propio cementerio de secretos, sobrevivía gracias a un trabajo que le proporcionaba una casa y dinero para poder pagar las facturas, pero, en el fondo, sabía que era una bestia, y su instinto de supervivencia le hacía actuar como tal.