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Malditos padres, espejo de dos realidades desiguales, camino distinto al señalado que Lizeth se atreve recorrer. Un encuentro casual, es el primer paso sobre una huella distinta a la que le trazaron desde su niñez. La voz de Carla, azar que la atrae, genera en su interior un torrente en el que se dejan llevar alejadas del cauce familiar. Orillas lejanas las ven sumergirse en un mundo que no es infinito, bucean verdades desnudas, aferrada a ellas, Lizeth, vuelve al camino que le han marcado, señala a sus padres la senda escogida, valentía que hiere el desprecio e inicio de un itinerario de soledad, Carla la abandona. Tres años de ausencia se escurren en un atardecer, un escueto mensaje da vida al reencuentro. Una espera, nueve horas, un ventanal, tras él desfila avaricia, miseria, sabiduría, riqueza, la vida. Llega ese momento, idealizado, real, no es el que Lizeth anhela. Adriana, existe, pertenece a una fantasía o el dolor que su temprana pérdida, provoca. Su madre la mantiene viva, idealizada, su hijo solo carece de la última vocal de ese nombre, hereda pasado, vive un presente al que enfrenta en el umbral de su adolescencia. Dura, estricta, e implacable, la realidad impone a su madre abrir la puerta de su fortaleza de cuatro paredes. Omar, escogido compañero de clase, transitará un mundo distinto al de su simpleza; transige caprichos de una amistad moldeada, a la vez que descubre una verdad escondida entre mentiras, de madre e hijo. El interior de una cuna vacía, rodeada de muñecas, hilvana hilos de una historia que entreteje dos caras de un despertar sexual, frente a un espejo donde la sociedad contempla que la inocencia, también se castiga.